viernes, 1 de agosto de 2014

La despedida



El día de mi salida regresó una chica amiga de Nora debido a otro intento fallido de suicidio. Para qué describir su estado de ánimo. Baste decir que los abundantes cortes y cicatrices en sus brazos no eran nada en comparación a las de su alma.  
Me iría por la tarde. Laura, mi tía, quien había firmado mi sentencia, jajajaja, claro, a voluntad y petición mía, me esperaba ya desde hace rato en la entrada principal, finalizado los trámites para mi alta del Centro Comunitario de Salud Mental número no sé cuál diablos. Pero qué diantre de monja, enfermera y trabajadora social retrasaban la hora por la cual mi corazón se aceleraba a cada segundo. 
Por el altavoz se dijo mi nombre y mi situación: “SALIDA”. Entrar no fue difícil; partir sí, y mucho.
Nora estaba a punto de llorar y Gloria consternada. No me gustan las despedidas. Quería llorar, pero no podía; a varias de mis amigas y compañeras les afectaban mucho ese tipo de situaciones, así que me contuve y me despedí de todas lo más diplomáticamente que pude. No quise voltear y me dirigí a la puerta. Laurita me abrió y me hizo esperar en la sala, desde donde yo veía cómo estaban mis amigas por mi partida. 

El ambiente se sentía tenso, jajajajaja, ¡pero qué creen?, Juanita empezó a desnudarse…. Jajajaja, de momento pensé que era uno de sus clásicos ataques de exhibicionismo, ¡pero no!, se quitó toda la ropa y empezó a echarse cubetadas de agua, jajajaja. Fue bueno —no el verla encuerada, ¡no!— porque distrajo la a-tensión de mi salida. Y ahí voy: de nuevo recorriendo todos esos pasillos y patios hasta llegar donde mi tía. Terminó el encierro, pero esa mi recuperación no sé cuál, he perdido la cuenta, apenas comenzaba. 
 
El hecho de recordar, en mi experiencia, todo el tiempo que me encontraba en un hospital de salud mental conviviendo con una veintena de locas, nada de Depresión en la adolescencia, con diferentes patologías fue, lo digo honestamente, una fortuna. Trataré de explicarlo (usted discúlpeme, lector, si mi sintaxis no es la mejor en este recuento, pero mi memoria no privilegiada sería la causante de ello). 

Si algo nos unía —porque todas éramos diferentes de un extremo a otro— era que estamos locas, y eso, (¿cómo lograr que alguien normal lo entienda!), es un vínculo tan poderoso y metafísico, no se parece a nada que haya yo conocido antes. A nada absolutamente. Porque sólo un enfermo mental puede saber cómo es lo que siente el otro. Vivir once días en el Centro Comunitario de Salud Mental con enfermas mentales como lo hice yo, fue vivir la realidad en su potencia máxima, sobretodo porque mi enfermedad y mi condición no me aíslan de lo que percibo del mundo, como a otras, que se inventan uno propio y parece que ahí son felices. 

Dichosas ellas, pero no me gustaría estar en su lugar. Es que ese es el punto, carajo, yo veía por ejemplo a Karla y parecía feliz, que no sufría mientras nadie la contradijera en su cuento, y me alegro, me alegro de que no se diera por enterada de su enfermedad; francamente no estoy segura si la envidiaba o la compadezco. A pesar de la enorme diferencia entre las unas y las otras, que sí tenemos plena conciencia de nuestra enfermedad, existía ese vínculo inquebrantable casi paranormal que me hacía sentirme naturalmente cómoda entre mujeres de mi misma especie, jaja. Y también está ese asunto de supervivencia al saberte una enferma mental y asumirte como tal. 


Sé que habrá locos y locas que después de leer lo último querrán insultarme. Y entiendo a quienes se parezcan a mí. Porque a pesar de postrar a la vida con una actitud positiva (NO OPTIMISTA) y de guerra permanente, sé y conozco perfectamente cómo es la maldita enfermedad que de verdad es una maldición. Soy enferma mental y además incurable. No es fácil vivir con uno mismo cuando eres una loca. No sé cuándo va a atacarme, quizá pasen los años y nunca más vuelva a sentirme en sus garras. O quizá sí. No sabes. Puedes ser la presa, pero jamás serás —ni por error— el cazador.

A punto de terminar mi encierro

EL TIEMPO… 
….se detuvo. Transcurría tan lento que era insoportable. La desesperación aumentaba porque a final de cuentas daba lo mismo, pues no sabías cuándo ibas a salir; la incertidumbre —que tanto detesto— dominaba el espacio. Los días de visita eran los domingos y tal vez los martes y los jueves, no puedo asegurarlo. Las llamadas telefónicas sólo eran a determinada hora y con dificultad. 

Era terrible cuando tu nombre no se oía por el altavoz avisándote que alguien había ido a verte. De verdad era terrible. Yo no tendría psiquiatra asignado hasta el lunes o martes, así que no tenía autorizadas visitas, pero mi madre, a quien adoro y es una super, logró que un médico me permitiera salir quince minutos a verlas a ella y a mi tía. Me trajeron ropa, cigarros y mi cargador de celular, que por gracia divina pude mantenerlo conmigo y me permitió estar en contacto con las poquísimas personas que sabían de mi estadía en el hospital.  
Los baños del patio me provocaban náuseas —y yo que cada cinco minutos quiero mear—. Pero ni modo, no había de otra. 
Por fin estaba frente a la psiquiatra que se ocuparía de mí mientras estuviera en el manicomio. Era guapa, competente, impaciente, pero no hubo esa química que es fundamental entre un paciente y su médico.


Después de tres preguntas me dijo (aunque ud. no me crea lo recuerdo textual): “Por tu enfermedad no puedes llevar un ritmo de vida como el que estás llevando, párale o vas a recaer pronto”. Gulp. Sonaba lógico. Durante meses, como dice esa canción de Susana Zabaleta: “fumo mucho, como poco y duermo mal”. Adelgacé una barbaridad, maldormía cinco horas al día con sólo un desayuno en el estómago y trabajaba y estudiaba como una bestia.

A todo eso súmenle todo lo que soy, tengo e implico y como resultado se obtendrá una dramática crisis que me condujo a un receso obligatorio e impostergable de quince días de mis deberes. La pregunta irremediable: “¿cuánto tiempo voy a estar aquí?”, y supongo que la respuesta era común: “no sé, tal vez una semana, dos, un mes… lo que sea necesario”. ¡Mierda! Y yo con lo responsable que siempre he sido en el trabajo, con lo prioritario que es para mí, bueno, estaba al borde del colapso. 

Terminé por desesperar a la médica que diplomáticamente me corrió de su consultorio, jajajaja. Por lo menos me hubiera tocado un psiquiatra guapo aunque fuera un tarado. Por cierto que algo muy gracioso era cuando íbamos al comedor. Ya les dije que el hospital era simétrico, ¿no?, entonces al mismo tiempo salíamos de un lado las mujeres y del otro los hombres, y nos saludábamos de lejos aunque sólo estuviéramos a dos metros de distancia unos de otros. Y así todos los días… y los mediosdías… y las tardes… y las noches… 
  
A veces iban un par de psicólogos, hombre y mujer, a hacernos pruebas disfrazadas de juegos. A ella le caía mal; ella a mí también. Jajajaja, me divertía ver cómo se molestaba cuando resolvía sus ridículas evaluaciones en un dos por tres y jugaba con ellas, jajajaja, le pesaba que yo, una loca de manicomio, fuera más inteligente y lista, jajajajajajajajaja, ¡qué tontería! 
Junto al baño había una puerta con un letrero que decía “TERAPIA”. Me daba curiosidad por qué nadie entraba ahí o qué clase de “”TERAPIA”” era la que en ese cuarto se practicaba. Preferiría no haberlo averiguado de la forma como lo averigue.

Un día una enfermera dejó la puerta abierta por descuido. Yo me asomé y sólo les puedo decir que parecía el laboratorio del mismo Victor Frankenstein. Pavoroso. Intuí qué carajos era pero quise borrarlo de mi cabecita enferma. Imposible cuando vi cómo queda una persona justo después de aplicarle TEC. Jajaja, es espantoso pero siempre lo relaciono con esa estúpida canción: “¡Electroshock!” Y pensar que a punto estuve de someterme a esa mierda. 

A pesar de saber que a Nora la había jodido, a pesar de conocer los riesgos y consecuencias, a pesar de ver a ese hombre entrar caminando al tenebroso cuarto y salir en silla de ruedas convertido en una vieja muñeca de trapo, destrozado por dentro y por fuera, custodiado por una enfermera.  
Y ES QUE he pasado por los túneles más oscuros, corrido por múltiples callejones sin salida, trashumado por laberintos que no conducen a ni una parte, peregrinado por los abismos carentes de fondo: purgado la vida como un condenado que suplica la hora de su muerte. 
Por fin el jueves la psiquiatra me dijo: “te vas el lunes”.

Otras de mis compañeras

Jamás nunca pasó por mi mente siquiera la idea de que en ese lugar conocería la más profunda solidaridad. Se llamaban Nora y Gloria. No daré detalles de sus vidas ni de sus padecimientos. A Nora la conocí uno o dos días después de mi ingreso al centro para enfermos mentales. Yo estaba sola en una mesa y ella se acercó a invitarme a la suya, donde había más compañeras. Yo no estaba segura de aceptar, pues siempre acostumbro mantenerme aislada y apartada de la gente. Pero acepté, porque ella fue muy amable y me cayó bien; habló conmigo acerca de cómo debía comportarme en general para que me pasaran a “piso”, la segunda planta del área femenil en la que se supone te trasladan porque te han visto mejoría.

A partir de entonces algo fortísimo nos unió. Yo la quise. La quiero y la querré, por ser una mujer hermosa, una belleza de persona. Nora es alta, de complexión grande —no gorda—, una cara linda, una voz preciosa, decidida, inteligente, carácter muy fuerte, temperamental; igual incapaz de hacerle daño a nadie. “¡Dios mío!”, pensaba y pienso, “¿cómo es que está mujer está entera, de pie!” Su alma bendecida la ha mantenido a flote, su inigualable calidad humana, su devoción, su respeto hacia la diversidad, hacia la diferencia, su exacta tolerancia. La admiro.

 Quiero agradecerte las  palabras tan hermosas que me dijiste hoy en la mañana; tal vez no soy muy buena para expresarme, pero quiero decirte que te llevas mi corazón. Dios, como tú lo concibas, mi amor, siempre te llene de bendiciones y siempre te siga manteniendo siendo una chica tan  maravillosa. Cuídate mucho y que todos tus planes y deseos  que tengas en mente  se te cumplan. Eres maravillosa, en este poco tiempo que te traté te llevas mi corazón, Dios te bendiga y te proteja. Te amo, chiquita, ojalá de veras fueras mi hija, cuídate mucho y échale ganas, eres una mujer muy valiosa, activa y amorosa. Tu siempre amiga Nora. P.D. Recuérdame aunque no sea gansito.
Dios me bendijo al haberte conocido, mujer enorme, única, extraordinaria.

Un día temprano por la mañana Gloria estaba en el patio. Cuando la vi no pude pensar sino en Alice Gould. A pesar de la delgadez que las penas le dejaron sobresalía su belleza, su distinción. Alta, blanca, con su cara de muñeca y sus inocentes ojos que reflejaban las peores tragedia y aberración para una madre. Estaba asustada, enfundada en su traje azul sastre y sandalias de baño.



Yo estaba sola fumando y se acercó a pedirme un cigarro. Era un dulce. Cuando las dos estuvimos en piso compartimos habitación (¡qué suerte!) Riendo Fumábamos y platicábamos hasta lo más tarde que los medicamentos para dormir nos lo permitían. Ella me adoptó, me quiso como a una hija. Sé que aún me quiere como tal. Había llegado la noche anterior a urgencias a causa de una crisis. También se hizo amiga de Nora y de Alma. Cualquiera pensaría que era una mujer débil, pero para nada: ese mujerón era el ejemplo vivo de la templanza y la fortaleza.

 Amor, eres  un alma de Dios. Te quiero mucho, te amo, espero en Dios que te bendiga tanto, te llene de sabiduría. Siento tanta alegría de que te vayas y no regreses; siento tristeza de que ya no estés conmigo, pero quedas en mi corazón; corres en el viento y al sentirlo rozarme te sentiré a ti. Te amo, corazón, sé feliz, disfruta tus niños, tu familia, y, lo prometido: no  volver, hija, mi amor. G.I.  

La amistad es para mí el mejor de los sentimientos. Afortunada y honrada fui al tenerte a mi lado. Me estremeciste, mujer, por tus penas y ser quien eres. 

La monja. No diré que era mala persona, pero era una perra. Un día nos invitó a una terapia voluntaria en el patio. Una meditación que termino en una catarsis tremenda. 

sábado, 26 de julio de 2014

Las compañeras que tuve en mis once días de encierro



Eramos un grupo bastante numeroso, pero por alguna razón que solo Diós sabe, siempre hay personas que no solo sobresalen en los grupos, si no que de alguna manera tendemos bien a asociarnos con ellas o a rehuirlas. Entre las mujeres con las que compartí mis once días de encierro, vale la pena mencionar:

Adriana. Un caso típico de cómo a una persona sana —qué irónico, lo que yo diera por no haber nacido defectuosa— la echan a perder. Dicen que los padres tenían mucho dinero pero que nunca la atendieron, así que ella decidió entrarle a las drogas, con los consiguientes daños irreversibles al cerebro. Ya el manicomio era su segunda casa. Entraba y salía a cada rato. Podía ser agresiva y voluntariosa, quizá por eso, y no por ser lesbiana, la tenían en una habitación para ella sola. Era bonita, guapa, aunque convivimos poco me caía bien y en ocasiones era muy divertida, jajaja, ahora recuerdo que le gustaba cantar y a veces en las madrugadas despertaba a las del cuarto de a lado, creo que era Juanita, jajaja, era muy gracioso cómo le gritaba que se callara. 

Alma. Al tratarla cambió mi juicio respecto a las mujeres que se dan al autoabandono por un hombre. Era cuarentona, y a pesar de lo mal que estaba emocionalmente y que se reflejaba en su apariencia, podía uno notar que era guapa, y de seguro en su juventud arrancó suspiros a muchos. Fue una de esas personas que me dio su cariño porque había bondad en ella. Me bastó conversar un par de minutos para quererla y admirarla. Me doblaba la edad pero le gustaba que yo la escuchara y le diera ánimos. En este momento estoy a punto de llorar. Dios te bendiga, mujer. 

Karla. Nunca me pareció confiable y menos después de enterarme que le había robado a varias compañeras. Es de esas locas por las que tenemos mala fama. Era esquizofrénica y todo el tiempo, en serio, se la pasaba embarrándose maquillaje al por mayor. Desesperante. Ahí de ti que se imaginara que la estabas mirando porque se frenetizaba. Decía que había sido miss universo y se comportaba como si el manicomio fuese una pasarela. Su energía era muy negativa. Siempre nos mantuvimos a distancia. 

La Enana. Jajajajaja, el apodo se lo llevó del manicomio. Era insoportable y aunque tuviera cigarros siempre estaba pidiendo, pero si tú le pedías uno, bueno, armaba una tragedia griega. Una vez Nora y yo tuvimos un pequeño pleitillo con ella, fue por cigarros, pero no recuerdo detalles. Decía que era millonaria. Lo dudo. Además se vestía espantosa y tenía una bolsa horripilante, más corriente que ella, jajajaja, y es mucho decir, que no soltaba yo creo que ni para dormir. Era envidiosa, jajajaja, por eso ha de haber empezado a hacerle la competencia a Karla en eso de ponerse como anuncio de colorines, jajajaja. ¡Ah, no, ya me acordé!, por eso me desesperaba, porque sí, hacía lo mismo que Karla, con la diferencia de que Karla se dejaba las plastas de maquillaje y La Enana se lo ponía y se lo quitaba cada cinco minutos. 
 
La ninfómana. Qué mujer tan desagradable. Vulgar. Daba asco. Además era muy agresiva, pero logramos que al siguiente día de que entrara la mantuvieran encerrada y amarrada, gritándonos quien sabe cuánta cosa, pero no la escuchábamos.

Creo que voy a parar de seguir escribiendo, los recuerdos son tan dolorosos que hasta el alma siento que se quiebra en mil pedazos.

lunes, 21 de julio de 2014

Once días de encierro II

Tras once días de encierro, el asunto de la comida se convirtió en un verdadero problema, yo creo que se debió a mi obsesión por la limpieza. A decir verdad, me daba asco ver los platos, vasos, tazas, jarras y cubiertos, se me figuraba que estarían sucios y llenos de bacterias y microbios y la posibilidad de coger una infección no se apartaba de mi mente; cuántas bocas y manos no habrían pasado por ellos. En realidad creo que es como una especie de contaminación y siento desconfianza en cuanto a la limpieza no sólo con los objetos del hospital. Pensaba que cualquier día íbamos a caer con una condición médica de esas tan en moda hoy en día, diabetes, infecciones urinarias, diarrea, colitis ulcerosa, en fin que se me venían a la mente todas las enfermedades.

Puedo decir que me parecía mil veces más limpia el agua de las llaves del patio que, según eso, era potable. Todos los días nos servían una taza de café con leche que jamás me bebí, ni probé, se la regalaba a una anciana linda: mi comensal de lado izquierdo. Por cierto que, cuando por alguna razón se ausentaba alguien en la mesa, se sentía que hacía falta su presencia. Ah, es que en el comedor teníamos lugares asignados.






Después que se fue la anciana mi café con leche se lo cedía a una gorda depresiva y tonta, pero prefería que lo bebiera ella a que se desperdiciara. Un día la monja me quiso obligar a comer, tomó la cuchara y me la quiso meter a la fuerza la muy bruta; cabe decir de una vez que la monja vendía cigarros ¡a 20 pesos!, ¡y Montana!, ¡y a escondidas!, incluso una mañana llegaron unas autoridades y ese día No hubo cigarros a la venta. La comida no era mala, es más, algunas veces era muy buena, hasta repetíamos plato. Aún así yo añoraba la comida de mi madre, la cocina de mi casa; creo que fue lo que más extrañé durante mi estancia en el hospital. 

En este momento estoy recordando a mis compañeras.... había de todo, verdaderos personajes, pero dos de ellas se quedaron particularmente en mi corazón: Nora y Gloria, mujeres enormes, seres humanos excepcionales. Pero eso lo dejo para otro día, hoy luego de tantos recuerdos dramáticos agolpándose en mi mente, mejor voy a salir antes de que me desmorone, al fin y al cabo soy un ser humano como cualquier otro.

domingo, 20 de julio de 2014

Once días de encierro


Jamás nunca pasó por mi mente siquiera la idea de que en ese lugar conocería la más profunda solidaridad. Tampoco que algún día estaría como paciente voluntaria en un manicomio, aunque —a confesar— siempre quise estar en uno. A veces lo más parecido a la realidad lo encontramos en la literatura, aunque sea ficción. Mmm, los apasionados de la lectura literaria me entenderán a lo que me refiero. Leí Los renglones torcidos de Dios hace muchos años, quizá a los doce o a los trece, y me impresionó. Me impresionó su autor: Torcuato Luca de Tena, lo que hizo con la finalidad de que el libro quedara como quedó; a nivel literario, la maestría de la estructura, la "psicología" de los personajes, la verosimilitud narrativa, y esa magia que sólo los grandes transmiten por medio de la escritura. Me impresionó, claro, Alice Gould de Almenara, el personaje central de la obra, al igual que otros “locos literarios" como Hannibal Lecter y el licenciado Vidriera.

Era marzo, todavía invierno. De una cita de rutina a las tres de la tarde, a las seis ya yo estaba internada en el hospital, sin sospecharlo. Así sucedió.

En los últimos tiempos no me había sentido bien, arrastraba desgracias personales que no pude desahogar como hubiera sido lo mejor, además de mi personalidad y la predisposición neurobiológica que, según palabras de mi psiquiatra, poseo. 

Apenas me preguntó qué tenía y ya estaba yo con la voz quebrada: malo malo malo (uno aprende a conocerse mucho con las terapias). La médica me envió a una clínica más grande a que me revisara un psiquiatra. Fui, pero resulta que en la tarde no había galenos de la salud mental, así que me atendió un doctor general de urgencias y me dio una orden —también urgente— para el manicomio. Claro, primero la burocracia de ir a recabar sellos, firmas y cuanta tontería innecesaria teniendo que pasar además por las miradas y preguntas estúpidas de todos los que leyeron el papelucho, jajaja, aunque en realidad me hacía gracia, porque estaban asustados y atónitos. Yo, en cambio, estaba super emocionada, sonreía incrédulamente y me dirigí hacia el centro comunitario de salud mental, jaja, ¡pos manicomio qué!


Como se suponía que yo no estaba en mis cabales alguien tenía que firmar la responsiva, así que una pariente lo hizo por mí, en la cual decía que el hospital se deslindaba de toda clase de responsabilidad si yo me llegase a suicidar, y también que mi tía daba su autorización para, en caso de recurrir a ello, administrarme TEC (terapia electroconvulsiva). 

Llegamos juntas directo a la entrada de urgencias; el primer contacto fue una enfermera muy amable, cuyo rostro no recuerdo, y nos hizo esperar a un médico. Era una residente de los últimos semestres de la especialidad en psiquiatría, una panameña realizando su servicio social. Parecía lista, pero era.... mmm, sólo recuerdo que no me agradó y mi tía la apodó "la generala", jajaja. Me realizó una extensa entrevista y dijo —cuasi imperativamente— que era necesario que me quedara en el hospital para que me practicaran estudios y posteriormente pudieran medicarme. Lo primero nunca llegó, lo otro sí y pa pronto. Una segunda entrevista —ya en solitario y más íntima— me la realizó una linda chica, creo que ya se había graduado en psiquiatría, era amable y cálida. Lo último que me dijo fue que sí podría fumar y que esa noche probablemente ya no alcanzaría yo la cena. Me despedí de mi tía —dejándola con la encomienda de informarle a mi familia el suceso— y una enfermera malencarada me espera ya al pie del elevador. 

Por fuera el hospital parece inmenso, por dentro aún más, un simétrico laberinto. Pasamos patios, pisos, jardines, puertas, pasillos, hasta llegar a la "estancia", nombre con el que se conoce al área de primer ingreso. ¡Ah!, cabe decir que estaba entusiasmada con la idea de conocer locos (hombres) y hacérmelos amigos, pensaba que sería muy bueno tener un amigo (hombre, jaja) que fuera como una versión masculina mía, pero, ¡oh! decepción: los hombres y mujeres estaban aislados unos de otros. La estancia era un pequeño pasillo con cuartos a cada lado, como hotel, jajajaja, o como cárcel, algunos eran dormitorios de las pacientes y otros consultorios. Había también una pequeña sala que en realidad nunca se usaba. Creo que mi cuarto era el número 8. Era pequeño: tenía un colchón viejo cubierto con sábanas limpias, pero desgastadas por el uso y la constante acción del detergente; dos pares de mesas y sillas, una de ellas inservible; una ventana que daba a un patio en el que luego vería gente muy extraña y —según creo— pertenecía a la clínica de esquizofrenia (por más intentos no pude acceder a ella, cosa que me enfado muchísimo, como es de suponer); y un baño en el que no había ni jabón para lavarse las manos. Al poco tiempo llegó otra enfermera a decirme buenas noches y que cerraría la puerta, aunque a lo que se refería era que cerraría la puerta —y con llave— y que yo no la podría abrir, pues no hay manera de abrirla por dentro. Me desconcertó un tanto debido a mi claustrofobia, pero logré dominarla, encendí un cigarro, lo fumé y procedí a acostarme con un poco de desconfianza en esa que no era ni mi cama ni mi casa, con vaqueros, botas y una blusa incómoda; tardé en poder dormir Y de pronto ya había yo pasado mi primera noche en el hospital psiquiátrico.

Era viernes. El día que ingresé. Después de pasar mi primera noche, me desperté a causa de la intromisión de una enfermera. ¡Eran las 7 de la mañana! Me dijo que me levantara y saliera al patio. Obedecí, pero antes empecé a arreglar la cama y ella no me permitió continuar. Y salí al patio. Es lindo, agradable, probablemente para que uno no piense a cada rato que está en un hospital psiquiátrico, sin embargo, es imposible no pensarlo, aunque quiero aclarar que esto no necesariamente es un aspecto negativo.

Por lo general, cuando alguien me pregunta sobre mi estancia en el manicomio respondo: fue, literalmente,una aventura muy loca, la pura realidad.

Ese sábado en el patio empecé a observar a mis compañeras, pero no recuerdo haber hablado con alguna de ellas. Ah, no, sí, con una señora como de 70 años que, me dijo, era esquizofrénica-paranoide; yo le pregunté qué era exactamente su enfermedad (con algo de temor, pues dudaba de cómo reaccionaría) y ella muy amablemente me dio una explicación grandiosa y detallada. También me habló de su vida, me contó una historia de su hijo, de su nuera y de su nieto (creo que era ella viuda); la cual cuadraba y era interesante, pero después de haberme contado qué era su enfermedad, dudé de la veracidad del relato. Al día siguiente la señora ya no estaba. Me dijeron que la habían trasladado a la clínica de esquizofrenia, aunque nunca me quedó claro por qué, si se suponía que allá nada más iban las locas agresivas; o quien sabe qué criterios eran los que manejaban porque entre mis compañeras había de todo un poco.

Al mediodía nos llevaron a la cafetería. Los horarios de comida eran extrañísimos: desayuno a las 8 a.m., cafetería a las 12 p.m., comida a las 2:00 p.m. y cena a las 6 p.m., ¡de locos! Total que me tomé un agua de horchata rosa —era gratis— y me compré unas papas con el depósito que mi tía había dejado para consumo. A la hora de alguna de las comidas, siempre había psiquiatras reunidos en la cafetería: todos eran guapos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos.

Comencé a sentirme mal de regreso al patio: me dio migraña, estaba mareadísima, tenía náuseas, no soportaba la luz y me reventaba la cabeza. Le dije a una enfermera que por favor me dejara ir a mi cuarto (es que está prohibido); accedió de mala gana no sin antes pasarme con el médico, que me dio vaya usted a saber qué medicamento, que a final de cuentas terminé vomitando junto con mis papas; me quedé dormida no sé a qué tiempo ni por cuánto.