domingo, 20 de julio de 2014

Once días de encierro


Jamás nunca pasó por mi mente siquiera la idea de que en ese lugar conocería la más profunda solidaridad. Tampoco que algún día estaría como paciente voluntaria en un manicomio, aunque —a confesar— siempre quise estar en uno. A veces lo más parecido a la realidad lo encontramos en la literatura, aunque sea ficción. Mmm, los apasionados de la lectura literaria me entenderán a lo que me refiero. Leí Los renglones torcidos de Dios hace muchos años, quizá a los doce o a los trece, y me impresionó. Me impresionó su autor: Torcuato Luca de Tena, lo que hizo con la finalidad de que el libro quedara como quedó; a nivel literario, la maestría de la estructura, la "psicología" de los personajes, la verosimilitud narrativa, y esa magia que sólo los grandes transmiten por medio de la escritura. Me impresionó, claro, Alice Gould de Almenara, el personaje central de la obra, al igual que otros “locos literarios" como Hannibal Lecter y el licenciado Vidriera.

Era marzo, todavía invierno. De una cita de rutina a las tres de la tarde, a las seis ya yo estaba internada en el hospital, sin sospecharlo. Así sucedió.

En los últimos tiempos no me había sentido bien, arrastraba desgracias personales que no pude desahogar como hubiera sido lo mejor, además de mi personalidad y la predisposición neurobiológica que, según palabras de mi psiquiatra, poseo. 

Apenas me preguntó qué tenía y ya estaba yo con la voz quebrada: malo malo malo (uno aprende a conocerse mucho con las terapias). La médica me envió a una clínica más grande a que me revisara un psiquiatra. Fui, pero resulta que en la tarde no había galenos de la salud mental, así que me atendió un doctor general de urgencias y me dio una orden —también urgente— para el manicomio. Claro, primero la burocracia de ir a recabar sellos, firmas y cuanta tontería innecesaria teniendo que pasar además por las miradas y preguntas estúpidas de todos los que leyeron el papelucho, jajaja, aunque en realidad me hacía gracia, porque estaban asustados y atónitos. Yo, en cambio, estaba super emocionada, sonreía incrédulamente y me dirigí hacia el centro comunitario de salud mental, jaja, ¡pos manicomio qué!


Como se suponía que yo no estaba en mis cabales alguien tenía que firmar la responsiva, así que una pariente lo hizo por mí, en la cual decía que el hospital se deslindaba de toda clase de responsabilidad si yo me llegase a suicidar, y también que mi tía daba su autorización para, en caso de recurrir a ello, administrarme TEC (terapia electroconvulsiva). 

Llegamos juntas directo a la entrada de urgencias; el primer contacto fue una enfermera muy amable, cuyo rostro no recuerdo, y nos hizo esperar a un médico. Era una residente de los últimos semestres de la especialidad en psiquiatría, una panameña realizando su servicio social. Parecía lista, pero era.... mmm, sólo recuerdo que no me agradó y mi tía la apodó "la generala", jajaja. Me realizó una extensa entrevista y dijo —cuasi imperativamente— que era necesario que me quedara en el hospital para que me practicaran estudios y posteriormente pudieran medicarme. Lo primero nunca llegó, lo otro sí y pa pronto. Una segunda entrevista —ya en solitario y más íntima— me la realizó una linda chica, creo que ya se había graduado en psiquiatría, era amable y cálida. Lo último que me dijo fue que sí podría fumar y que esa noche probablemente ya no alcanzaría yo la cena. Me despedí de mi tía —dejándola con la encomienda de informarle a mi familia el suceso— y una enfermera malencarada me espera ya al pie del elevador. 

Por fuera el hospital parece inmenso, por dentro aún más, un simétrico laberinto. Pasamos patios, pisos, jardines, puertas, pasillos, hasta llegar a la "estancia", nombre con el que se conoce al área de primer ingreso. ¡Ah!, cabe decir que estaba entusiasmada con la idea de conocer locos (hombres) y hacérmelos amigos, pensaba que sería muy bueno tener un amigo (hombre, jaja) que fuera como una versión masculina mía, pero, ¡oh! decepción: los hombres y mujeres estaban aislados unos de otros. La estancia era un pequeño pasillo con cuartos a cada lado, como hotel, jajajaja, o como cárcel, algunos eran dormitorios de las pacientes y otros consultorios. Había también una pequeña sala que en realidad nunca se usaba. Creo que mi cuarto era el número 8. Era pequeño: tenía un colchón viejo cubierto con sábanas limpias, pero desgastadas por el uso y la constante acción del detergente; dos pares de mesas y sillas, una de ellas inservible; una ventana que daba a un patio en el que luego vería gente muy extraña y —según creo— pertenecía a la clínica de esquizofrenia (por más intentos no pude acceder a ella, cosa que me enfado muchísimo, como es de suponer); y un baño en el que no había ni jabón para lavarse las manos. Al poco tiempo llegó otra enfermera a decirme buenas noches y que cerraría la puerta, aunque a lo que se refería era que cerraría la puerta —y con llave— y que yo no la podría abrir, pues no hay manera de abrirla por dentro. Me desconcertó un tanto debido a mi claustrofobia, pero logré dominarla, encendí un cigarro, lo fumé y procedí a acostarme con un poco de desconfianza en esa que no era ni mi cama ni mi casa, con vaqueros, botas y una blusa incómoda; tardé en poder dormir Y de pronto ya había yo pasado mi primera noche en el hospital psiquiátrico.

Era viernes. El día que ingresé. Después de pasar mi primera noche, me desperté a causa de la intromisión de una enfermera. ¡Eran las 7 de la mañana! Me dijo que me levantara y saliera al patio. Obedecí, pero antes empecé a arreglar la cama y ella no me permitió continuar. Y salí al patio. Es lindo, agradable, probablemente para que uno no piense a cada rato que está en un hospital psiquiátrico, sin embargo, es imposible no pensarlo, aunque quiero aclarar que esto no necesariamente es un aspecto negativo.

Por lo general, cuando alguien me pregunta sobre mi estancia en el manicomio respondo: fue, literalmente,una aventura muy loca, la pura realidad.

Ese sábado en el patio empecé a observar a mis compañeras, pero no recuerdo haber hablado con alguna de ellas. Ah, no, sí, con una señora como de 70 años que, me dijo, era esquizofrénica-paranoide; yo le pregunté qué era exactamente su enfermedad (con algo de temor, pues dudaba de cómo reaccionaría) y ella muy amablemente me dio una explicación grandiosa y detallada. También me habló de su vida, me contó una historia de su hijo, de su nuera y de su nieto (creo que era ella viuda); la cual cuadraba y era interesante, pero después de haberme contado qué era su enfermedad, dudé de la veracidad del relato. Al día siguiente la señora ya no estaba. Me dijeron que la habían trasladado a la clínica de esquizofrenia, aunque nunca me quedó claro por qué, si se suponía que allá nada más iban las locas agresivas; o quien sabe qué criterios eran los que manejaban porque entre mis compañeras había de todo un poco.

Al mediodía nos llevaron a la cafetería. Los horarios de comida eran extrañísimos: desayuno a las 8 a.m., cafetería a las 12 p.m., comida a las 2:00 p.m. y cena a las 6 p.m., ¡de locos! Total que me tomé un agua de horchata rosa —era gratis— y me compré unas papas con el depósito que mi tía había dejado para consumo. A la hora de alguna de las comidas, siempre había psiquiatras reunidos en la cafetería: todos eran guapos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos.

Comencé a sentirme mal de regreso al patio: me dio migraña, estaba mareadísima, tenía náuseas, no soportaba la luz y me reventaba la cabeza. Le dije a una enfermera que por favor me dejara ir a mi cuarto (es que está prohibido); accedió de mala gana no sin antes pasarme con el médico, que me dio vaya usted a saber qué medicamento, que a final de cuentas terminé vomitando junto con mis papas; me quedé dormida no sé a qué tiempo ni por cuánto.

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