viernes, 1 de agosto de 2014

La despedida



El día de mi salida regresó una chica amiga de Nora debido a otro intento fallido de suicidio. Para qué describir su estado de ánimo. Baste decir que los abundantes cortes y cicatrices en sus brazos no eran nada en comparación a las de su alma.  
Me iría por la tarde. Laura, mi tía, quien había firmado mi sentencia, jajajaja, claro, a voluntad y petición mía, me esperaba ya desde hace rato en la entrada principal, finalizado los trámites para mi alta del Centro Comunitario de Salud Mental número no sé cuál diablos. Pero qué diantre de monja, enfermera y trabajadora social retrasaban la hora por la cual mi corazón se aceleraba a cada segundo. 
Por el altavoz se dijo mi nombre y mi situación: “SALIDA”. Entrar no fue difícil; partir sí, y mucho.
Nora estaba a punto de llorar y Gloria consternada. No me gustan las despedidas. Quería llorar, pero no podía; a varias de mis amigas y compañeras les afectaban mucho ese tipo de situaciones, así que me contuve y me despedí de todas lo más diplomáticamente que pude. No quise voltear y me dirigí a la puerta. Laurita me abrió y me hizo esperar en la sala, desde donde yo veía cómo estaban mis amigas por mi partida. 

El ambiente se sentía tenso, jajajajaja, ¡pero qué creen?, Juanita empezó a desnudarse…. Jajajaja, de momento pensé que era uno de sus clásicos ataques de exhibicionismo, ¡pero no!, se quitó toda la ropa y empezó a echarse cubetadas de agua, jajajaja. Fue bueno —no el verla encuerada, ¡no!— porque distrajo la a-tensión de mi salida. Y ahí voy: de nuevo recorriendo todos esos pasillos y patios hasta llegar donde mi tía. Terminó el encierro, pero esa mi recuperación no sé cuál, he perdido la cuenta, apenas comenzaba. 
 
El hecho de recordar, en mi experiencia, todo el tiempo que me encontraba en un hospital de salud mental conviviendo con una veintena de locas, nada de Depresión en la adolescencia, con diferentes patologías fue, lo digo honestamente, una fortuna. Trataré de explicarlo (usted discúlpeme, lector, si mi sintaxis no es la mejor en este recuento, pero mi memoria no privilegiada sería la causante de ello). 

Si algo nos unía —porque todas éramos diferentes de un extremo a otro— era que estamos locas, y eso, (¿cómo lograr que alguien normal lo entienda!), es un vínculo tan poderoso y metafísico, no se parece a nada que haya yo conocido antes. A nada absolutamente. Porque sólo un enfermo mental puede saber cómo es lo que siente el otro. Vivir once días en el Centro Comunitario de Salud Mental con enfermas mentales como lo hice yo, fue vivir la realidad en su potencia máxima, sobretodo porque mi enfermedad y mi condición no me aíslan de lo que percibo del mundo, como a otras, que se inventan uno propio y parece que ahí son felices. 

Dichosas ellas, pero no me gustaría estar en su lugar. Es que ese es el punto, carajo, yo veía por ejemplo a Karla y parecía feliz, que no sufría mientras nadie la contradijera en su cuento, y me alegro, me alegro de que no se diera por enterada de su enfermedad; francamente no estoy segura si la envidiaba o la compadezco. A pesar de la enorme diferencia entre las unas y las otras, que sí tenemos plena conciencia de nuestra enfermedad, existía ese vínculo inquebrantable casi paranormal que me hacía sentirme naturalmente cómoda entre mujeres de mi misma especie, jaja. Y también está ese asunto de supervivencia al saberte una enferma mental y asumirte como tal. 


Sé que habrá locos y locas que después de leer lo último querrán insultarme. Y entiendo a quienes se parezcan a mí. Porque a pesar de postrar a la vida con una actitud positiva (NO OPTIMISTA) y de guerra permanente, sé y conozco perfectamente cómo es la maldita enfermedad que de verdad es una maldición. Soy enferma mental y además incurable. No es fácil vivir con uno mismo cuando eres una loca. No sé cuándo va a atacarme, quizá pasen los años y nunca más vuelva a sentirme en sus garras. O quizá sí. No sabes. Puedes ser la presa, pero jamás serás —ni por error— el cazador.

A punto de terminar mi encierro

EL TIEMPO… 
….se detuvo. Transcurría tan lento que era insoportable. La desesperación aumentaba porque a final de cuentas daba lo mismo, pues no sabías cuándo ibas a salir; la incertidumbre —que tanto detesto— dominaba el espacio. Los días de visita eran los domingos y tal vez los martes y los jueves, no puedo asegurarlo. Las llamadas telefónicas sólo eran a determinada hora y con dificultad. 

Era terrible cuando tu nombre no se oía por el altavoz avisándote que alguien había ido a verte. De verdad era terrible. Yo no tendría psiquiatra asignado hasta el lunes o martes, así que no tenía autorizadas visitas, pero mi madre, a quien adoro y es una super, logró que un médico me permitiera salir quince minutos a verlas a ella y a mi tía. Me trajeron ropa, cigarros y mi cargador de celular, que por gracia divina pude mantenerlo conmigo y me permitió estar en contacto con las poquísimas personas que sabían de mi estadía en el hospital.  
Los baños del patio me provocaban náuseas —y yo que cada cinco minutos quiero mear—. Pero ni modo, no había de otra. 
Por fin estaba frente a la psiquiatra que se ocuparía de mí mientras estuviera en el manicomio. Era guapa, competente, impaciente, pero no hubo esa química que es fundamental entre un paciente y su médico.


Después de tres preguntas me dijo (aunque ud. no me crea lo recuerdo textual): “Por tu enfermedad no puedes llevar un ritmo de vida como el que estás llevando, párale o vas a recaer pronto”. Gulp. Sonaba lógico. Durante meses, como dice esa canción de Susana Zabaleta: “fumo mucho, como poco y duermo mal”. Adelgacé una barbaridad, maldormía cinco horas al día con sólo un desayuno en el estómago y trabajaba y estudiaba como una bestia.

A todo eso súmenle todo lo que soy, tengo e implico y como resultado se obtendrá una dramática crisis que me condujo a un receso obligatorio e impostergable de quince días de mis deberes. La pregunta irremediable: “¿cuánto tiempo voy a estar aquí?”, y supongo que la respuesta era común: “no sé, tal vez una semana, dos, un mes… lo que sea necesario”. ¡Mierda! Y yo con lo responsable que siempre he sido en el trabajo, con lo prioritario que es para mí, bueno, estaba al borde del colapso. 

Terminé por desesperar a la médica que diplomáticamente me corrió de su consultorio, jajajaja. Por lo menos me hubiera tocado un psiquiatra guapo aunque fuera un tarado. Por cierto que algo muy gracioso era cuando íbamos al comedor. Ya les dije que el hospital era simétrico, ¿no?, entonces al mismo tiempo salíamos de un lado las mujeres y del otro los hombres, y nos saludábamos de lejos aunque sólo estuviéramos a dos metros de distancia unos de otros. Y así todos los días… y los mediosdías… y las tardes… y las noches… 
  
A veces iban un par de psicólogos, hombre y mujer, a hacernos pruebas disfrazadas de juegos. A ella le caía mal; ella a mí también. Jajajaja, me divertía ver cómo se molestaba cuando resolvía sus ridículas evaluaciones en un dos por tres y jugaba con ellas, jajajaja, le pesaba que yo, una loca de manicomio, fuera más inteligente y lista, jajajajajajajajaja, ¡qué tontería! 
Junto al baño había una puerta con un letrero que decía “TERAPIA”. Me daba curiosidad por qué nadie entraba ahí o qué clase de “”TERAPIA”” era la que en ese cuarto se practicaba. Preferiría no haberlo averiguado de la forma como lo averigue.

Un día una enfermera dejó la puerta abierta por descuido. Yo me asomé y sólo les puedo decir que parecía el laboratorio del mismo Victor Frankenstein. Pavoroso. Intuí qué carajos era pero quise borrarlo de mi cabecita enferma. Imposible cuando vi cómo queda una persona justo después de aplicarle TEC. Jajaja, es espantoso pero siempre lo relaciono con esa estúpida canción: “¡Electroshock!” Y pensar que a punto estuve de someterme a esa mierda. 

A pesar de saber que a Nora la había jodido, a pesar de conocer los riesgos y consecuencias, a pesar de ver a ese hombre entrar caminando al tenebroso cuarto y salir en silla de ruedas convertido en una vieja muñeca de trapo, destrozado por dentro y por fuera, custodiado por una enfermera.  
Y ES QUE he pasado por los túneles más oscuros, corrido por múltiples callejones sin salida, trashumado por laberintos que no conducen a ni una parte, peregrinado por los abismos carentes de fondo: purgado la vida como un condenado que suplica la hora de su muerte. 
Por fin el jueves la psiquiatra me dijo: “te vas el lunes”.

Otras de mis compañeras

Jamás nunca pasó por mi mente siquiera la idea de que en ese lugar conocería la más profunda solidaridad. Se llamaban Nora y Gloria. No daré detalles de sus vidas ni de sus padecimientos. A Nora la conocí uno o dos días después de mi ingreso al centro para enfermos mentales. Yo estaba sola en una mesa y ella se acercó a invitarme a la suya, donde había más compañeras. Yo no estaba segura de aceptar, pues siempre acostumbro mantenerme aislada y apartada de la gente. Pero acepté, porque ella fue muy amable y me cayó bien; habló conmigo acerca de cómo debía comportarme en general para que me pasaran a “piso”, la segunda planta del área femenil en la que se supone te trasladan porque te han visto mejoría.

A partir de entonces algo fortísimo nos unió. Yo la quise. La quiero y la querré, por ser una mujer hermosa, una belleza de persona. Nora es alta, de complexión grande —no gorda—, una cara linda, una voz preciosa, decidida, inteligente, carácter muy fuerte, temperamental; igual incapaz de hacerle daño a nadie. “¡Dios mío!”, pensaba y pienso, “¿cómo es que está mujer está entera, de pie!” Su alma bendecida la ha mantenido a flote, su inigualable calidad humana, su devoción, su respeto hacia la diversidad, hacia la diferencia, su exacta tolerancia. La admiro.

 Quiero agradecerte las  palabras tan hermosas que me dijiste hoy en la mañana; tal vez no soy muy buena para expresarme, pero quiero decirte que te llevas mi corazón. Dios, como tú lo concibas, mi amor, siempre te llene de bendiciones y siempre te siga manteniendo siendo una chica tan  maravillosa. Cuídate mucho y que todos tus planes y deseos  que tengas en mente  se te cumplan. Eres maravillosa, en este poco tiempo que te traté te llevas mi corazón, Dios te bendiga y te proteja. Te amo, chiquita, ojalá de veras fueras mi hija, cuídate mucho y échale ganas, eres una mujer muy valiosa, activa y amorosa. Tu siempre amiga Nora. P.D. Recuérdame aunque no sea gansito.
Dios me bendijo al haberte conocido, mujer enorme, única, extraordinaria.

Un día temprano por la mañana Gloria estaba en el patio. Cuando la vi no pude pensar sino en Alice Gould. A pesar de la delgadez que las penas le dejaron sobresalía su belleza, su distinción. Alta, blanca, con su cara de muñeca y sus inocentes ojos que reflejaban las peores tragedia y aberración para una madre. Estaba asustada, enfundada en su traje azul sastre y sandalias de baño.



Yo estaba sola fumando y se acercó a pedirme un cigarro. Era un dulce. Cuando las dos estuvimos en piso compartimos habitación (¡qué suerte!) Riendo Fumábamos y platicábamos hasta lo más tarde que los medicamentos para dormir nos lo permitían. Ella me adoptó, me quiso como a una hija. Sé que aún me quiere como tal. Había llegado la noche anterior a urgencias a causa de una crisis. También se hizo amiga de Nora y de Alma. Cualquiera pensaría que era una mujer débil, pero para nada: ese mujerón era el ejemplo vivo de la templanza y la fortaleza.

 Amor, eres  un alma de Dios. Te quiero mucho, te amo, espero en Dios que te bendiga tanto, te llene de sabiduría. Siento tanta alegría de que te vayas y no regreses; siento tristeza de que ya no estés conmigo, pero quedas en mi corazón; corres en el viento y al sentirlo rozarme te sentiré a ti. Te amo, corazón, sé feliz, disfruta tus niños, tu familia, y, lo prometido: no  volver, hija, mi amor. G.I.  

La amistad es para mí el mejor de los sentimientos. Afortunada y honrada fui al tenerte a mi lado. Me estremeciste, mujer, por tus penas y ser quien eres. 

La monja. No diré que era mala persona, pero era una perra. Un día nos invitó a una terapia voluntaria en el patio. Una meditación que termino en una catarsis tremenda.