Puedo decir que me parecía mil veces más limpia el agua de las llaves del patio que, según eso, era potable. Todos los días nos servían una taza de café con leche que jamás me bebí, ni probé, se la regalaba a una anciana linda: mi comensal de lado izquierdo. Por cierto que, cuando por alguna razón se ausentaba alguien en la mesa, se sentía que hacía falta su presencia. Ah, es que en el comedor teníamos lugares asignados.
Después que se fue la anciana mi café con leche se lo cedía a una gorda depresiva y tonta, pero prefería que lo bebiera ella a que se desperdiciara. Un día la monja me quiso obligar a comer, tomó la cuchara y me la quiso meter a la fuerza la muy bruta; cabe decir de una vez que la monja vendía cigarros ¡a 20 pesos!, ¡y Montana!, ¡y a escondidas!, incluso una mañana llegaron unas autoridades y ese día No hubo cigarros a la venta. La comida no era mala, es más, algunas veces era muy buena, hasta repetíamos plato. Aún así yo añoraba la comida de mi madre, la cocina de mi casa; creo que fue lo que más extrañé durante mi estancia en el hospital.
En este momento estoy recordando a mis compañeras.... había de todo, verdaderos personajes, pero dos de ellas se quedaron particularmente en mi corazón: Nora y Gloria, mujeres enormes, seres humanos excepcionales. Pero eso lo dejo para otro día, hoy luego de tantos recuerdos dramáticos agolpándose en mi mente, mejor voy a salir antes de que me desmorone, al fin y al cabo soy un ser humano como cualquier otro.
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